A modo de prefacio o despedida
Siempre les digo
a mis alumnos que uno no es una máquina de escribir. Que, a veces, las cosas no
salen. Y que está bien. Que no lo fuercen. Que llegará cuando llegue.
Claro: decirlo es muy fácil.
Pero no me puede
pasar a mí. No porque yo tenga nada especial, sino porque sé, PERFECTAMENTE,
qué es lo que tengo que escribir. El problema es que no quiero.
Mi tercer libro
de piratas está completamente armado en mi cabeza. De principio a fin. Con
detalles incluidos. Con todas las decisiones tomadas. Y muchas de esas
decisiones han sido muy difíciles de tomar. Entonces, ¿por qué carajo no puedo
escribirlo?
La respuesta es
fácil: porque no quiero.
No quiero dejar
ir a estos amigos que hace casi dieciséis años son mi familia. No quiero
terminar este proyecto. No quiero quedarme sola. Porque terminar, de alguna
manera, será eso: quedarme sola.
Emily, Carter, Huesos,
Polie y algunos más nacieron en un momento muy difícil de mi vida. En un tiempo
en el que la tristeza me tenía ahogada y muda. En el que una noticia que no esperaba
me había dejado frente a un paredón que
no sabía cruzar y del que sólo pude salir navegando.
Gracias a estos
amigos es que yo me decidí a aprender a escribir, gracias a ellos fui a ver a
Marcelo di Marco que me dijo: Jorgela, así no va.
Y tenía razón.
Gracias a ellos
empecé a escribir cuentos porque, ilusa de mí, creí que era más fácil. Y, también
gracias a ellos, antes de que mis Halcones fueran libro, hubo dos libros de
cuentos y una novela policial.
Mis amigos
piratas me salvaron también cuando mi compañero en esta aventura de piratas, mi amigo Israel,
tuvo la osadía de morirse. Supieron esperar calladitos en un cajón hasta que el
aire me volvió al cuerpo y la tristeza amainó un poco. Y como en mi vida real
había tristeza, en mi vida literaria yo necesitaba aventura. Y así fue que,
navegando con ellos, el dolor pasó. O pasó un poco. Y entonces Ian vino al
rescate, y bajo el brazo se trajo a Van Sant.
Después llegó
otro golpe. Otra amiga. Otra muerte. Y otra vez ellos estuvieron ahí, mostrándome
que volar todo por el aire era mejor que salir a gritar a la calle por la
injusta muerte de Fer.
Más adelante vino
la estocada letal. Esa que todos sabemos que va a llegar pero que negamos hasta
que pasa. A mi vieja, sin casi decir agua va, también se le ocurrió morirse. Y yo
me sentí tan triste, tan sola, tan huérfana, que quise llorar mares. Y mares
lloré. Y mares escribí. Y los transformé en camino, en un sendero que me llevara
a mamá. Porque si cruzaba muchos mares, tal vez, podría llegar a donde está
ella. Pero no hay mares que nos lleven a tocar a los que se fueron.
Y entonces, otra
vez, sólo me enfoqué en la aventura. Y en reventar a piñas a cada dolor que se me
cruzaba por el camino. Extrañar a mamá, cañonazo. Llorar a mamá, choque de
espadas. Necesitar a mamá, degollar al villano.
Y así, entre
aventura y aventura, el dolor se escondió chiquito en un lugar que guardo muy
adentro y que me permito visitar, sólo, cuando tengo ganas o cuando la
nostalgia no me deja respirar.
Y después llegó
la pandemia. El encierro. Y la asfixia, que en mi vida es casi un leimotiv. Y
para escaparme de eso fue que me puse a darle a la tecla como loca. A sentir el viento
en la cara mientras me ahogaba atrás de un barbijo, a meter ron en cada escena
posible porque estaba harta del alcohol en gel. A vivir apretados en barquitos
de papel, porque extrañaba el contacto con la gente. A publicar dos libros en un
año porque no quiero que el COVID me lleve sin que estos Halcones vean la luz.
Alguna vez
alguien que de escribir literatura no sabía nada, pero que de prejuicios sobre
los géneros se ve que sabía un montón, me dijo: vos a vas a ser una gran escritora
cuando te animes a abrirte y a poner la sangre en el papel. Y yo sonreí y no dije nada. Porque no tenía ganas
de explicar que cada gota del mar de mis halcones es una lágrima. Que cada
cañonazo es un grito que no pegué. Que cada búsqueda, cada línea de diálogo,
cada uno de los veintidós personajes que bailan frente a mí son mi sangre en el
papel, mi furia, mi impotencia, mi dolor, mis ausencias.
Los poetas, de sangrar sobre el papel la saben lunga. Retorciendo el lenguaje, haciendo que logre decir lo que las palabras no dicen, se ponen en carne viva mientras nos regalan belleza.
En mi experiencia, y puede que me equivoque, los narradores no podemos ser tan explícitos. En mi caso, escribir aventura
no es un signo de frivolidad. Escribir aventura también es sangrar sobre el papel. Es mi modo íntimo de partirme al medio. De poner todo lo que sufro y no puedo gritar al servicio de la historia. Es probar que el dolor me ha doblado pero
no me ha partido. El es modo en el que puedo hablar de todo eso que me ha dolido tanto sin morir en el intento. Es mi modo de decir que las dificultades que se nos
presentan, igual que el mar, pueden ser frontera o ser camino. Y está en cada
uno la opción de subirse a un bote a descubrir qué hay más allá, o dar la
vuelta y volver por donde se ha venido.
Mis halcones son
una lectura hecha para entretener. Para que los lectores disfruten y pasen un
buen momento. Para que sientan aire fresco. Para que sueñen. Para que se
diviertan. Para que se rían. Para que se emocionen. ¿Es una frivolidad? ¿Es
literatura menor? ¿Existe la literatura menor sólo basada en los géneros? No lo sé. Pero si logra amainar el dolor de
alguien, lo que hago habrá logrado su cometido.
Mi sangre, mi
dolor y todo eso que se supone que tiene que poner el escritor en su obra está
ahí. Se los juro. Pero escondido. Igual que cada homenaje a mis querido autores
de aventuras. (Emily Spencer, Emilio Salgari. ¿Lo ven? Y si no lo ven, no
importa. Yo lo sé. Y él lo sabe. Con eso basta).
Yo voy a cumplir
mi parte. Y ya estoy reventando a piñas a algunos personajes sólo porque los
odio por tener que irse y abandonarme.
Ustedes cumplan
la suya. Quieran a estos personajes tanto como yo. Lean, recomienden y
compartan sus aventuras si es que las disfrutan. Porque cada vez que alguien
abra un libro, ellos van a seguir ahí. Y si mis lectores me siguen hablando de
ellos, mis personajes no se habrán ido del todo. Se habrán ido de mí, pero a
ellos sí podré encontrarlos al final de cada lectura, del otro lado del mar.
Voy a llorar mucho este año que viene. No sé cómo los voy a dejar ir. Pero como ven, de a poquito, ya los estoy despidiendo.
Pero, por ahora, hay
trabajo por hacer.
Piratas: al abordaje. Tenemos que terminar una
historia.
Vamos a ello.
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