Calma chicha

 Calma chicha




    A Emily Spencer,  acostumbrada a  dormir con la música del viento y el abrumador eco de las olas, la despertó el silencio. En la noche callada, el Sea Hunter apenas se movía. Emily  cerró los ojos, apretó los dientes, se puso una chaqueta y salió a cubierta.

       Si alguien ajeno al océano hubiera visto el azul profundo de ese cielo que no tenía fin, si hubiera descubierto las millones de estrellas que se espejaban en aquel mar calmo, jamás habría comprendido el terror que reflejaban los ojos de Carter cuando se acercó a Spencer apenas la descubrió en la toldilla de popa. 

      —Estamos jodidos, almirante —dijo Carter mirando el azul infinito que confundía el cielo con el mar.          

    Emily se restregó la frente y luego, apenas por unos segundos, juntó sus manos en una plegaria. 

     —¿Tenemos agua? —dijo, y también observó la noche. 

     —La suficiente para una semana en condiciones normales. Para lo que nos espera… puede que dure cinco días. O menos. 

      Carter y Emily, como navegantes experimentados, sabían que lo que lo que estaban a punto de enfrentar no era sencillo, que grandes marinos no habían sobrevivido al desafío que se abría ante ellos y que, si no jugaban bien sus cartas, la muerte sería una apuesta segura. 

     —Debemos racionar —dijo Emily—. Puede que salgamos de esto rápido. Puede que no. Haz lo necesario para que el agua dure dos semanas, Carter. 

     —Es imposible. 

     —Es eso o morir de sed: lo sabes mejor que yo. 

     Carter asintió y abandonó la toldilla para dar la voz de alarma.


    —¡Calma chicha! —dijo Rummenige—. Maldita sea. No es posible.

    Ian Maeda, desde la cubierta del Dragón, no dejaba de observar las velas

    —Estamos lejos del Mar de los Sargazos —continuó Rummenige— . ¿Cómo es posible?

   —Puede darse eventualmente. No tengo que decírtelo.  

   —¿Aquí?

   —Aquí, allá… —Ian, más preocupado de lo que se animaba a admitir, mantenía un tono sereno—. Sabemos dónde no debemos ir, pero ocurre. 

   —¿Órdenes?

    Ian rio sin ganas. Rummenige esperaba órdenes. ¿Qué órdenes? No había nada qué hacer más que esperar a que el viento regresara y, mientras tanto, padecer —acaso por días— el sol inclemente del Caribe evitando,  en la medida de las escasas opciones, que la deriva los llevara a sitios más peligrosos.

    Ian ya había pasado por aquella situación:catorce infernales días en los que su flota quedó varada en mar abierto, en los que, atormentados de sed, sus hombres y él lucharon para no caer en la locura y en los que desearon la muerte. Después de aquella experiencia, Ian siempre se aseguraba de cargar más agua de la necesaria para la singladura. Pero  si el viento tardaba en volver…

     —Raciona el agua y, si Dios aún te escucha, ponte a rezar. 



    Apenas los primeros rayos de sol asomaron en el horizonte, Emily sacó su catalejo y observó la posición de los barcos que la rodeaban. Su flota se hallaba a una distancia incómoda. Para alcanzarlos, habría que remar trechos largos. Eso implicaba un  desgaste de energía y un excesivo consumo de agua. Pero el Dragón no estaba lejos: sería necesario, entonces, desplegar una estrategia para que la comunicación entre los nueve buques se mantuviera fluida a pesar de las dificultades por venir.   


     Desde el Dragón, Ian vio un destello que provenía del Sea Hunter. Pensó en Emily. Rummenige había realizado un inventario de provisiones y de agua. Tenían suficiente para tres semanas. Sin embargo debían racionar porque, aunque el viento volviera pronto, habría que sumar los días para llegar a tierra. Además, si la flota Spencer no contaba con una provisión importante, pronto tendrían que compartir. Y eso desataría el infierno. 

    —Rummenige —Ian llamó a su contramaestre—. Preparen un esquife: debo hablar con Spencer. 

   


    —¡Permiso para abordar! —gritó Ian apenas la proa del esquife golpeó el Sea Hunter. 

    —¿Desde cuándo pide permiso, almirante? —preguntó Carter que, asomado sobre la barandilla, le hacía señas a Kip para que procediera a amarrar el esquife.

    —Es la falta de viento, Carter —dijo Ian cuando puso un pie en cubierta—. Comienza a afectarme. 

    En otra circunstancia Carter hubiera reído, pero la calma chicha no era cosa de broma.

    —¿Dónde está Spencer? 

    —En su cabina. 

    Ian dio unos pasos en dirección a la popa del Sea Hunter, se detuvo, giró la cabeza sobre el hombro y miró a Carter. 

    —¿Tienen agua suficiente?

    —¿Cómo demonios voy a saberlo?



     Ian tocó la puerta de la cabina de Emily, pero nadie respondió. Así que se dirigió a la popa. Allí Emily, sentada en el piso, fumaba y observaba el agua quieta que no tenía fin. 

    —¿Qué haces? —preguntó él, y se sentó junto a ella.

    —Me escondo —dijo ella sin mirarlo—. ¿Y tú?

    —Puede que también. 

    Emily rio y continuó mirando hacia el mar que, de tan calmo, no se distinguía del cielo. 

    —Vienes para saber si tenemos agua, ¿no? 

    Ian levantó las cejas y asintió.

    —¿Tienes?

    —Racionando, puede que para dos semanas. —Emily se abrió un poco la camisa y se ató el pelo—. Apenas son las diez de la mañana, y ya hace un calor infernal. 

     Ian, que no había escuchado una palabra de lo que dijo Spencer, apoyó la barbilla sobre la mano y asintió. No dejaba de mirar a Emily. Unas gotas de sudor, que le bajaban desde la cabeza, se deslizaron por  el cuello de la muchacha y se perdieron bajo la tela de la camisa justo cuando ella se abrió más el escote.

    —¿Y tú? —preguntó Emily con los ojos cerrados en un vano intento de percibir una pizca de la brisa que no soplaba. 

   —¿Yo qué? 

   —¿Tienes agua?

   —La suficiente para unas tres semanas —dijo él, y trató de concentrarse—. Después de eso, comenzarán los problemas. Bueno, antes si se te agota la provisión que llevas. 

    —Te confieso que, más que el agua, me preocupa el tedio. No creo que el viento tarde dos semanas en regresar. Pero no sé qué demonios haremos mientras tanto. 

    A Ian se le ocurrieron muchas cosas que hacer. Y todas involucraban a Spencer. 

    —Tengo a Huesos y a Vega organizando la pesca, y les pedí a Carter y a Kip que lleven instrucciones al resto de mi flota. 

    —Deberíamos coordinarnos tú y yo, y luego decirles qué hacer. ¿No crees?

    —Negaré haber dicho esto. —Emily miró a Ian y le sonrió—. Pero tienes razón.  

     Ian abrió los ojos y, con cara de sufrimiento, cruzó las manos sobre su pecho como si hubiera recibido un disparo. 

    —¿Acabas de darme la razón, niña?

    —No te acostumbres. 

    —No soy tan iluso, cariño. Pero no lo olvidaré.

    Emily rio a carcajadas. Su risa se oyó en todos lados. 

    —¿Me convidas un cigarro? —preguntó Ian sonriendo. 

    —No sabía que fumabas, almirante.

    —Solo cuando no hay nada que hacer. 

       Emily sacó uno de su bolsillo y se lo ofreció. También le dio fuego. En ese momento, Carter apareció en la popa. 

      —Almirante —dijo, y miró a Emily. Lo sorprendió verla desarmada—. Quería avisarle que ya hemos alistado una chalupa para acercarnos al Sofía. Desde allí, el Dark Princess y el Destiny se encuentran a un tiro de piedra. Luego veremos cómo cómo llegar al White Arrow. 

     —El Ariete fondea muy cerca del White Arrow, Carter —intervino Ian—. Le pediré a Beast que se ocupe. Pero no te vayas todavía. 

     Carter levantó las cejas y miró a Emily. 

    —Espera —dijo ella—. Ian y yo coordinaremos una estrategia. Enfrentaremos esto como una sola flota. 

    —¿Y quién está a cargo?

    —Yo, por supuesto —dijeron Spencer y Maeda al unísono. 

     Carter se restregó la frente. 

     —Tengo más barcos, Ian —dijo Emily muy seria. 

    —Y yo más agua. No veo una batalla por aquí: la cantidad de buques no cuenta, niña. 

    Emily miró a Ian y resopló. 

    —No te soporto. Lo sabes, ¿verdad?

    —¿Crees que me importa? 

    Esta vez fue Ian quien rio. 


      Más tarde, Emily acompañó a Ian hasta la escalerilla que lo conducía a su bote. El sol se había convertido en una bestia que escupía fuego sobre las cubiertas de los barcos, así que nadie andaba por ahí. 

    —¿Dónde se encuentra todo el mundo? —preguntó Ian. 

    —Supongo que en los camarotes o en las hamacas. Puede que en la sala del consejo. No hay mucho que hacer, ¿verdad?

    Ian tomó a Emily por la cintura, la acercó a él y la besó. 

    —¿Pero qué haces? —preguntó Emily, sin saber si el fuego que sentía se debía al calor o al beso. 

    —Pues es una rara ocasión que no pienso desperdiciar —dijo Ian—. No hay nadie por aquí y no hay mucho que hacer. Ahora debo irme. 

      Emily asintió y sostuvo la mano de Ian hasta que él comenzó a descender por la escalerilla hasta su bote. 

    —Bebe tu ración de agua, niña —le gritó Ian mientras se alejaba—. La necesitarás. 


      Al regresar al Dragón, Ian descubrió que Beast lo esperaba en el castillo de proa.  

    —¿Cómo están las cosas con la flota Spencer, viejo? 

    —Con suerte, tienen agua para dos semanas. —Ian le hizo un gesto a Beast para que lo siguiera a su camarote—. Ven. 

     Una vez solos, Ian cerró la puerta y se sentó detrás de su mesa de trabajo. Beast se acomodó frente a él.   

    —¿Trabajaremos coordinados? —preguntó Beast, que ya conocía la respuesta. 

    —Le dije a Emily que lo haríamos, pero no sé cómo. Si esto dura demasiado, el agua no alcanzará. Si compartimos con su tripulación, moriremos todos. Así que fui a ver cómo llevan las cosas: por ahora los hombres parecían tranquilos. Pero si esto se extiende, el humor cambiará y Emily correrá peligro.  

    —La pequeña almirante no abandonará a su gente. 

    —Y yo no la abandonaré a ella. Ojalá que no lleguemos al punto de decidir quién vive y quién no. 

    —¿Crees que esto es un castigo por lo que hicimos en Guadalupe?

    —Fue un accidente, Beast. 

     —Volamos la cruz de la iglesia de un cañonazo, viejo. Y matamos al cura. 

     —El cura murió del susto al ver que la torre caía. No lo matamos nosotros. 

     —Digas lo que digas, esto no es habitual. ¿Cuándo hemos encontrado calma chicha en esta zona? 

    —Para todo hay una primera vez. 

    —Dejar morir de sed a los hombres de la flota Spencer no es una buena idea. Y con el calor que hace aquí, apostaría mi espada a que las puertas del infierno se abrieron para esperarnos.       


 

      Al caer el sol, Emily sentía que se quemaba viva. Sedienta y agobiada, se había recostado en su litera luego de organizar algunas cosas a bordo. Los hombres aún no causaban problemas porque habían comido —la pesca había resultado bien— y porque, aunque había que cuidarlas, las existencias de agua no escaseaban aún. 

     En algún momento de la tarde se había dormido, pero al despertar y verificar que el viento no regresaba —y que su camarote se había vuelto una fragua—, se sintió prisionera. 

    Alguien golpeó la puerta. 

    —Pase —dijo ella sin siquiera atinar a ponerse las botas. 

    —Le traigo su ración de agua, almirante —dijo Carter asomando la cabeza por la puerta entornada. 

    Emily, con la camisa arremangada, le hizo un gesto a Carter para que entrara. 

     —¿Cómo están los hombres? —preguntó Emily luego de beber hasta la última gota del jarro que Carter le ofreció. 

    —Ahora que anochece, la mayoría tendió las hamacas en la cubierta exterior. Otros juegan cartas y algunos descansan en las redes. Los dejaré hasta medianoche y luego los ocuparé en tareas de mantenimiento. Durante el día es imposible, almirante. 

   —Dales la noche libre, mañana reanudaremos las tareas habituales. Solo podemos esperar a que esta peste se termine. 

     Carter asintió. 

    —Hace demasiado calor aquí, almirante. 

    —Ustedes pueden sacarse la camisa y vagar con el torso desnudo, Carter. No es mi caso. Así que, si me saco la ropa, debo quedarme aquí. Vagar por ahí con el torso desnudo es lo único que no puedo hacer. 

     Carter asintió.    

    —Venga afuera, almirante. —Carter se acercó a una de las ventanas y la abrió—. El sol ya no pega fuerte y se puede andar con la camisa puesta. 

     Descalza, Emily siguió a Carter a cubierta. Conversó con algunos tripulantes y, luego de un rato, subió a la toldilla. Miró el azul profundo que encerraba a los barcos y, por primera vez en su vida, odió el mar. 


       Pasaron tres días de tedio y calor. Ian iba y venía del Dragón al Sea Hunter y del Sea Hunter al Dragón. Notaba cómo, poco a poco, se caldeaban los ánimos. En en la flota de Spencer, la reserva de agua era menor, y el racionamiento resultaba mucho más estricto que lo que sucedía en su flota. Los tripulantes de Spencer no estaban conformes. 

     Emily intentaba que la preocupación no se filtrara en sus gestos, pero no lograba ocultarla. Y Maeda lo notó. Así que, en la noche del cuarto día, con una excusa plausible y utilizando su arma secreta para evitar sospechas, Ian decidió sacar a Emily del Sea Hunter. 


      En la toldilla, Emily conversaba con Huesos y Kip  cuando vio que se acercaba un bote. 

     A los pocos minutos, Carter subió a buscarla. 

     —Es Stevens. Dice que su alkmirante mandó por usted. 

     —¿Qué Ian mandó por mí?

     —No se enoje, almirante. Le repito: es Stevens. Puede que esas no hayan sido las palabras de Maeda. ¿No cree?

      Emily asintió. Polie Stevens era especialista en enredar las cosas. Así que, inspiró, se metió la camisa adentro del pantalón y salió al encuentro de Polie. 


     —¡El alkmirante la busca, señora! —gritó Polie desde el bote—. Imagino que se siente solo en esta noche muerta. Pero ni él ni sus partes están muertos, así que imagino la razón por la que me envió por usted. 

    Solo la oscuridad impidió que los hombres de Emily la vieran sonrojarse.   

    —¡Cierra la boca, Stevens! —gritó Emily, y se apuró a bajar por la escalerilla colgante para subir al bote—. Me encontraré con Ian para coordinar  los pasos a seguir. 

     —¡JA! —dijo Polie, y se estiró para recibir el cabo de amarre—. Espero que se haya bañado, o lo que sea que vayan a coordinar será muy desagradable. 

     Emily, estupefacta, guardó silencio hasta llegar al Dragón. 


      Ian aguardaba a Polie y a Emily en la cubierta. Como no había luna, acercó una lámpara de aceite para mejorar la visibilidad. 

      —¡Aquí le traigo a su novia, alkmirante! —gritó Polie apenas vio a Ian—. ¡Yo creo que no se ha bañado! ¿Usted se bañó?

      —¿De qué demonios hablas, Stevens? —gritó Ian. 

      —De que el calor del día nos ha hecho sudar como caballos, ¿de qué va a ser? Y esta no se ha cambiado la camisa. 

     Emily se agarró la cabeza. 

    —¡Rummenige! —gritó Ian—. Ayuda a amarrar el bote. Luego mata a Stevens. 

    —No me dé ideas, almirante —dijo Rummenige mientras terminaba de soltar la escalerilla—. Ganas no me faltan 

    —Te oí, Formenige —dijo Polie mientras subía—. No me obligues a poner veneno para ratas en ese brebaje que tomas cada noche. 

     —Voy a matarte, Stevens. Un día de estos voy a hacerlo. 

     —Nadie va a matar a nadie —dijo Ian, y extendió la mano para que Emily abordara.  

     Una vez que Stevens y Spencer estuvieron a bordo, Rummenige se escabulló. 

    —Tengo hambre, alkmirante —dijo Polie—. Supongo que la comida no se raciona aún, ¿verdad?

     —Largo, Stevens. 

     Polie se cuadró y, con sus piernas regordetas, salió corriendo en dirección a la cocina. 


     Ian tomó a Emily de la mano y la llevó hacia la proa. 

     —Polie tiene razón —dijo Emily, y se separó la camisa de la piel—. Apesto. 

     —Apestas: es cierto. 

     —Pues tú no hueles a rosas. 

     —Debemos bañarnos. —Ian entrelazó sus dedos con los de Emily. 

     —Estamos racionando el agua. 

      —Mira a tu alrededor —dijo Ian, y extendió su brazo libre hacia el mar—. No podemos beberla, pero para bañarnos creo que alcanzará.

     Sin soltar a Emily, Ian volvió al sitio por el que Polie y Emily habían abordado y, juntos, descendieron hasta el esquife.  

     —Quítate la ropa, niña —le dijo a Emily mientras se sacaba la camisa. 

     —No lo haré. 

     —Vamos, Emily. Ha oscurecido y  no hay luna: nadie puede vernos. 

     Emily miró alrededor. Era cierto. Ella apenas lograba ver a Ian, y lo tenía frente a ella. Así que, mientras Ian se quitaba los pantalones y entraba al mar, ella se desvistió y  fue tras él. 


     Aquella noche estrellada y oscura, en ese mar cálido y sereno, Ian y Emily dejaron por un momento la carga que siempre llevaban con ellos, la responsabilidad de guiar y proteger a sus hombres y las riñas permanentes. En medio de la noche callada, desde las cubiertas, se oyeron risas, chapoteos y elocuentes silencios que se elevaron desde el agua. 


    Un par de horas después, cuando Ian y Emily volvieron al bote con la intención de abordar el Dragón, encontraron ropa limpia para los dos. 

    —Polie —dijo Ian, sin dudar de que la muchacha  había tenido el detalle de cuidarlos a Emily y a él—. Hay momentos en que deseo matarla. Pero  luego…

    —No digas tonterías —dijo Emily, mientras se vestía—. Tienes debilidad por esa loca. Y la proteges. 

    —Es cierto. —Ian, ya vestido, sostuvo la escalerilla colgante para que Emily ascendiera  hacia la cubierta del Dragón—. Pero no sólo la protejo a ella. Soy responsable por todos. 

    —Entiendo de qué hablas. —Desde  la cubierta, Emily extendió la mano para ayudar a Ian a abordar—. Yo siento lo mismo por mi gente. Por eso no permitiré que hagas lo que tienes en mente. 

    En la noche oscura Ian no alcanzaba a ver la mirada de Emily, pero sabía que aquello metálico que asomaba en los ojos de Emily cuando se enfurecía ahora  brillaba en todo su esplendor. 

     —No sé de qué demonios hablas, niña. 

     —No me engañas ni por un segundo, almirante. —Emily levantó la barbilla—. No sacrificarás a mi gente para salvar a la tuya. No lo harás. Si el viento no regresa, morirá quien tenga que morir. Y yo estaré allí, con ellos. No me mantendrás aquí. 

     —Pero…

     —Mi destino es con mi gente, Ian. Se ata a ellos, no a ti.  

     —Pasa esta noche conmigo. —Ian tomó a Emily de la mano. 

     —Promete que en la mañana permitirás que me vaya. 

     —No puedo.

     —¡Promételo! 

     Lo único que Ian deseaba aquella noche era encerrar a Emily en un calabozo hasta que todo pasara, mantenerla segura, obligarla a permanecer allí. Lo aterraba la idea de perderla cuando tenía el modo de salvarla… 

       …pero la comprendía. Conocía el sentido de pertenencia del que hablaba Emily. La íntima convicción de que su lugar estaba con sus hombres. La certeza, que sólo se descubre en el mar, de que la suerte de uno se amarraba a la suerte de todos.   

    —¡Bien! —dijo él a regañadientes—. Pero esta noche te quedas conmigo. 


     Mucho más tarde, mientras Emily dormía, Ian no dejaba de pensar.  Todo en él lo empujaba a romper la promesa que le había hecho. A mantenerla a salvo. A no dejarla ir. Pero no podía. Tampoco podía dejarla morir de sed. Y sabía que ella no aceptaría una gota de agua que sus hombres no pudieran tomar. Así que, cuando los primeros chispazos del día le arrancaron destellos al mar, Ian salió de su camarote y fue a buscar a Rummenige. 

      —Ve por Carter —le ordenó a un Rummenige medio dormido—. Dile que mande a un grupo de hombres a buscar un barril de agua. Compartiremos. 

    —Pero, almirante: eso puede sellar nuestra suerte. 

     Ian asintió. Luego volvió a su camarote, se  acostó junto a Emily y se durmió.   


      El día encontró a los piratas moviendo la provisión de agua de un lado a otro. Hubo que coordinar esfuerzos para que se distribuyera de forma equitativa entre los nueve buques. Emily organizaba a su gente desde el Sea Hunter, mientras Ian lidiaba con el descontento de la suya desde la cubierta del Dragón. Fue una tarea ardua, requirió de muchas horas de remo, de salvar largas distancias bajo la luz ardiente bebiendo apenas lo suficiente para no perder el sentido. Al final del día, exhaustos pero conformes, todos se retiraron a descansar. 


      Al acostarse, sobre su litera, Emily halló dos cabos atados con un nudo de ocho: un nudo que se aprieta más cuanta mayor es la presión que debe soportar.  Junto a él, sólo había una nota de Ian.



Mi suerte se amarra a la tuya, niña.



      Fue cerca de la medianoche cuando el Sea Hunter comenzó a balancearse. Al principio, el golpeteo del agua contra el casco fue sutil, pero pronto se incrementó hasta convertirse en  una muralla sonora que musicalizó el instante en que las velas se inflaron. 

     Emily  saltó de la cama y salió a cubierta. En la toldilla encontró a Carter que, a todo pulmón, daba órdenes. 

     —¡Será mejor que se ate el cabello, almirante! —le gritó mientras sonreía al ver los mechones largos de Emily que flotaban en todas direcciones.  

     Emily asintió y se lo ató en una especie de nudo para que no la incomodara mientras alistaban todo para la navegación. 


       Ya era de día cuando, navegando a toda vela, se fue a dormir. 

       Debajo de su almohada, como una promesa, guardó los cabos atados con aquel nudo con forma de infinito.    




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