Tictac
El insomnio se te
mete en la cama. Trepa por los pies, por las piernas. Se arrastra por tu
espalda, se te enrosca en la garganta. Aprieta.
Escuchás la
respiración de tu marido, a un perro que ladra lejos y a otro que le contesta
más lejos todavía.
Y el tictac del
reloj.
No soportás la
cama. Te tenés que levantar. Y maldita la hora que mirás Facebook. Porque ahora sí que no hay oportunidad de
dormir.
Porque hay
fechas que no se pueden evitar. Y vos lo único que querés, es ir de viaje al
centro de la tierra. O a Plutón. Por lo
menos a Plutón.
Reunirte en la
casa de tu madre, donde tu madre y todas tus hermanas festejarán su día. O en
la de tu suegra, donde tu suegra y todas tus cuñadas, celebrarán el suyo es una
pesadilla.
¿Vos? Vos querés
salir corriendo. Esconderte debajo de una piedra y llorar hasta quedarte seca.
O anestesiada. O en coma.
Y seguís
escuchando el tictac del reloj que no marca solamente las horas de sueño,
escasas horas de sueño, que te separan del día que tenés por delante y que no
sabés cómo vas a afrontar sin haber dormido.
Marca, sobre todo, el avance del tiempo que te lleva inexorablemente al
límite. Al que vos hace diez años te programaste. Al que tu propia puta
biología te acerca. Al que va cerrando la puerta dejando una rendija por la que
ya no ves filtrarse la luz.
Y entonces, como
estás sola, te permitís desarmar un poco la armadura. Aflojar los tornillos que
te mantienen entera y funcional. Soltar las correas que mueven tus manos y tus
piernas.
Sabés que la
brea con la que te cubrís para que no se filtre la tristeza se está agrietando.
Y sabés que si la tristeza entra no va a salir pronto.
¡Y es que estás tan enojada! ¡Y tan triste!
¿Por qué? Es la pregunta del millón. Y es la que no tiene respuesta.
Y no querés que
se te acerquen los hijos ajenos. Ni siquiera los de la familia. No son tuyos. Y
no te necesitan a vos. Con vos juegan, a
lo mejor. Y te usan, casi siempre. Y está bien. Para eso están los tíos.
Pero hace seis
años que esperan en el registro de adoptantes.
Y esperan.
Y esperan.
Como idiotas, esperan. Y las esperanzas de que llegue son cada vez
más chiquitas. Y vos cada vez sos más grande.
¿Es egoísta no
querer que vengan los hijos ajenos? Puede ser. Pero en cada peli de dibujitos,
en cada partido de play que juegan con tu marido, en cada zapatilla tirada, en
cada capricho, en cada mirada inocente, en cada carcajada, vos solamente sentís ausencia. Ausencia que ya no podés soportar. Que cada
vez es más obvia. Y, temés, cada vez más permanente.
No ayudan ni la
terapia, ni la fe, ni la resignación, ni el enojo.
No ayudan las
palabras ajenas.
No ayudan los
consejos.
Todo el mundo parece saber. Pero no saben.
Nadie sabe de la frustración, de la soledad, de la culpa.
Sí, de la culpa.
De eso podés escribir un tratado.
Y te distraés
preocupándote por cualquier cosa, poniendo tu ansiedad en cualquier lado.
Buscando problemas, imaginando catástrofes, fabricando tragedias. Así, la
angustia que sentís, tiene una causa ajena a vos.
Así, a lo mejor, puedas arreglarla.
Pero no podés. Y
el tictac te martilla la cabeza, los oídos, el corazón.
No podés.
Solo podés
sobrevivir esta semana.
Y después volver
a distraerte con cualquier cosa.
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