Lo que iba a decir y, obvio, no dije.




Ayer fue el día del lector y se cumplieron 120 años del nacimiento de Borges. Presentar mi libro justo ese día, fue una feliz coincidencia. Y, por eso, quise decir algo que uniera las tres cosas.
Pero como soy una cobarde cuando de hablar de mis libros se trata, no dije ni una palabra. Dejé que Pamela Terlizzi Prina hiciera el trabajo duro (si hasta ella fue la que dijo "Buenas tardes") y que fueran ella, Claudia Cortalezzi y Olga Walter quienes hablaran por mí.
Yo había armado una especie de discursito, pero no dije casi nada. Apenas el mismo par de frases temblorosas e incongruentes que siempre me hacen quedar como una boluda.  Es que es más fuerte que yo: sencillamente no puedo.  Me tiemblan las piernas, la voz parece la del gallo Claudio y me olvido de todo lo que quiero decir.
Así que, ahora, que ya pasó el momento y que me quedó un recuerdo tan lindo. Ahora que todos se fueron. Ahora que, sola en casa, estoy frente a la compu, voy a poner por escrito lo que quise decir ayer y no pude.
Será más largo que lo que hubiera dicho, sencillamente, porque por escrito es más fácil.  
La cosa iba más o menos así:
Borges dijo que a él, más que lo que había escrito, lo enorgullecía lo que había leído. Borges estaba loco, porque él, casi, fue el mejor de todos.
Pero tomo la frase porque sirve para explicar lo que me pasa a mí.  
Yo, antes que escritora, soy lectora. Empedernida, desordenada, insaciable.  Los libros fueron mis amigos desde el minuto en que aprendí a leer. Y, la literatura, la compañía más constante en mi vida. Cuando me siento triste, contenta, desconsolada, inquieta, asustada, ansiosa, incompleta, la literatura funciona como puerta, ventana, refugio o puente.
Desde “Papaíto piernas largas” el primer libro sin dibujos que leí, no paré hasta leerme completa la colección roja de Billiken. Me quedaba dormida con los anteojos puestos, la luz prendida y el libro abierto sobre la cara.  Después salté a la colección de Robin Hood, esos maravillosos libros amarillos en los que, por ejemplo, conocí al Tío Tom.  
Para mí, la literatura fue el modo  de buscar y vivir otras vidas. No porque la mía no me gustara, sino porque sentía —y todavía siento— que una sola vida no basta.   
Así pude ser otros y conocer gente a la que no hubiera conocido de otro modo porque, sencillamente, no existen. Los personajes, para mí, siempre fueron personas. Fueron amigos.  
Así, por ejemplo, quise ser Becky Tatcher para subirme con Tom Sawyer a su balsa y perdernos en el Mississippi.
También quise ser Annie, porque me parecía maravilloso tener una amiga que se llamara Pepper,  o ser Huckleberry Finn, porque a quién no le gustaría andar por la vida siempre descalzo.
A medida que crecía, mientras los libros de Elige tu propia aventura iban quedando atrás, pasaron dos cosas:  quise leer libros de grandes y, en lugar de elegir mi propia aventura, empecé a pensar que debería escribirla.  
Con los libros para grandes, aparecieron nuevos amigos.  Y entonces quise ser Catherine Earnshow, solo para que Heathcliff estuviera tan enamorado de mí como alguna vez lo estuvo de ella. Aunque luego pensé que ese era un hombre que no me convenía y que las cumbres, tal, vez fueran demasiado borrascosas. Además el señor Rochester era un partido mucho mejor. Su castillo era más lindo y él era un poco, apenas,  más amable. El único problema era que ya estaba casado con una loca y que de un momento a otro se casaría también con Jane Eyre. La trigamia era demasiado para mí.
En fin…
Ahora, si en la literatura hubo un personaje que anhelé ser, fue Josephine March. Jo, de Mujercitas.  No quería ser su amiga. Yo quería ser Jo. Y, si no fuera por un para de detalles, casi lo logré.  
Jo, como Jor, tuvo tres hermanas, pero ella era la segunda. Yo soy la mayor.  Jo, como Jor, leía mucho. Y escribía también. Jo, como Jor, pensaba que nunca que se casaría. Eso cambió cuando Jo conoció  a un profesor alemán. Yo, en lugar de a un profesor alemán, conocí a un contador que, de alemán, solo tiene el apellido. Pero bueno: nada es perfecto.   
Con esto, lo que quiero decir, es que siempre amé la literatura. Y, la escritura, fue y es una consecuencia de eso.
Borges dijo algo así como que un escritor debería conformarse con que su lectura diera placer y causara emoción. Yo, que claramente no soy Borges y que más que una escritora que considero una contadora de historias, me conformo con mucho menos: yo quiero entretener. Quiero contar una historia que acompañe a otros como tantos libros me acompañaron a mí. Si en ese proceso mis historias provocan emoción, mucho mejor.  
¿De mi libro? No: de mi libro no voy a hablar. De eso se encargaron Pamela y Claudia. Y Olga les mostró de qué se trata la cosa.
Sólo voy a decir lo que dijo Borges: leer es un verbo que no tolera el modo imperativo. Si el libro les gusta y les provoca leerlo, genial. Si no, lo dejan. Y no pasa nada.
Yo, en lo que me toca, solo quiero decir que escribo porque me gusta, porque me sana, porque me completa.
Y publico porque, sin un lector, la escritura no tiene sentido.
Sin lectores, no hay libros. Pero sin libros, no hay lectores.
Es una amalgama perfecta. Un círculo mágico.
Yo, lectora, presenté mi libro el día en que Borges cumpliría 120 años. Yo, escritora, presenté mi libro un día del lector. 
Mi libro nació un día del lector. 
Y como entiendo a la literatura como un acto de comunicación o como un diálogo, siento que no hay mejor ejemplo de lo que escribir significa para mí.  Ni mejor augurio para “Tantas soledades”.
Gracias a todos los que lo hicieron posible. 
Gracias a todos los que me acompañaron ayer.  





Comentarios

  1. Muy bello lo que decís. Aunque es una belleza distinta a la de tus cuentos, me emociona leerte. Como siempre que te leo.¡Felicitaciones, Jor!
    Que tus aventuras literarias te lleven muy lejos.
    Clau

    ResponderEliminar

Publicar un comentario

Entradas populares de este blog

FELIZ 2024

El miedo: una mortaja que asfixia

Calma chicha