Deja Vú

Epidemia 

—¡Mierda!
Me corté al abrir la caja de barbijos. Una herida insignificante frente a la peste que amenazaba con arrasar el planeta.
Había empezado como una gripe.
"Se advierte a la población sobre la conveniencia de usar barbijos, lavarse frecuentemente las manos y no besarse".
Así fuimos perdiendo el contacto.
Luego suspendieron los espectáculos públicos. Cuando se levantó el fútbol, vislumbramos que la cosa era seria.
Cerraron las escuelas y desaparecieron los medios de transporte.
Bajo la pomposa frase de "no permitiremos que la epidemia llegue a nuestro territorio", cerraron los aeropuertos.
La epidemia no llegaría, pero la ayuda tampoco. Y así nos quedamos: encerrados y solos.
El terror se había instalado días atrás cuando la epidemia apareció en los medios.
Una cepa se había mezclado con otra. Eso era lo único que estaba claro.
Vivíamos en una mala copia de los cuentos de Dick y de Asimov. Y Soy leyenda se convirtió en una posibilidad.
Aconsejaban no salir, aunque más que un consejo era una orden: se había decretado el estado de sitio, y la milicia ocupaba la calle.
Mi cortadura fue la excusa perfecta para ver qué pasaba afuera. El corte profundo probablemente necesitara sutura, pero me las arreglaría sola. Cerca de casa había una farmacia. Por ahora bastaría con alcohol y gasas estériles.
Dudé antes de salir. En la televisión informaban sobre la escasez de alcohol y otros medicamentos. Precisaría más dinero: la ley de oferta y demanda ya habría hecho estragos en los precios.
Improvisé un torniquete con un trozo que le arranqué a una toalla, agarré algo más de plata y salí.



El panorama me asustó: difícilmente podía reconocer las calles que recorría cada día. Vacías, silenciosas, grises. Me recordaban un mal sueño o el comienzo de Vanilla Sky.
Persianas bajas, ventanas tapiadas. En el callejón de la esquina se podía oír el viento, relajante y perturbador.
Un jeep avanzaba lento, bajo el peso de una decena de soldados pertrechados con armas largas. Uno de ellos saltó hacia mí y me bloqueó el paso.
—¿Adónde va? —la voz sonaba apagada debajo de una máscara.
—A la farmacia …
No me dejó seguir.
—No se puede pasar. Acaban de declarar la cuarentena.
Recién entonces noté los cadáveres alineados sobre el asfalto. La peste había golpeado, y sobre ellos no había tenido piedad.
—No debería estar aquí, señorita, y menos sin barbijo. Váyase a su casa. Y contrólese la temperatura. Es evidente que ya se ha expuesto a la enfermedad.



Cuando me subió fiebre pensé en aquel soldado y recordé lo que se repetía en la radio una y otra vez: Si tiene síntomas, no salga de su casa. Llame al 911, y un médico irá a revisarlo.
Llamé: la operadora me informó que el doctor podría demorar.
—Es que hay muchos enfermos —aclaró. Sonaba aburrida o, tal vez, asustada—. La prioridad son los niños y los ancianos. No se automedique.
Expliqué que podría acercarme a un hospital.
—Los hospitales no van a recibirla. Quédese en su casa y espere.
Eso hice.
Pasaron dos días: la fiebre no bajaba. Tomé agua mientras pude. Sin fuerzas para comer, creo que confundía la realidad con la fantasía; pero debía hacer lo que la operadora me había indicado: esperar y no medicarme. Igual no tenía con qué.
Otro día más. Exhausta, ya ni me molestaba en mirar el termómetro: volví a llamar al 911.
—Tenemos registrado su llamado, no se preocupe —me informó alguien—. Desde que aparece la fiebre podemos esperar siete días sin complicaciones. Báñese, póngase paños fríos, no se automedique.
Hice lo que me dijeron. Ellos sabían más que yo. Sabían cómo enfrentar epidemias.
Pasé una mala noche, tiritando y confundida en una nube de delirio, casi no dormí.
Aunque creo que lo peor ya pasó. Es lógico. Hice lo que me indicaron.
Ya no siento frío y no deliro.
Oigo claramente que golpean a la puerta. Debe ser el médico. Estoy débil: no puedo levantarme a abrir.
Les grito que pasen.
¿Qué son esas voces? ¡Claro! Es Juan, el portero: va a abrir la puerta, tiene llave.
El doctor entra y me toma la muñeca. Trato de decirle algo, creo que estoy mejor. No me presta atención. Está sentado frente a mí. ¿Por qué lo veo desde atrás?
Juan pregunta si hay que poner mi departamento en cuarentena. El médico dice que no.
—No estaba enferma: sólo tenía una infección. Parece que todo empezó con esa cortadura en el dedo. No debió envolverla con ese trozo de toalla.
Me cerró los ojos y se fue.
Escribí este cuento en el año 2009, en plena cuarentena de Gripe A H1N1. Me asusta su vigencia. 

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Comentarios

  1. Creo que termina de verdad cuando lees que el cuento se escribió en dosmil nueve por la gripe A

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